El conglomerado digital de circunstancias, tecnologías, servicios, procesos, actividades personales, dinámicas sociales y sectores industriales están dando forma a lo cotidiano. Todas ellas tienen una cosa en común: ofrecen eficiencia, flexibilidad o conveniencia, versiones diferentes de la principal capacidad de la tecnología digital: automatizar decisiones y personalizar adaptaciones de los sistemas sobre los que se sostiene nuestra presencia. La otra parte del trato (qué estamos dispuestos a ofrecer a cambio) es la parte de la ecuación sobre lo que no somos conscientes o no estamos prestando suficiente atención. Puede ser que, simplemente, las ventajas sean aún demasiado espectaculares para poder comprender su significado. Puede ser también que sea demasiado tarde para tratar de comprender el intercambio efectivo que ya hemos hecho en muchos casos.
Pensemos en el intercambio digital más extendido y pretendidamente liviano: a través de nuestros smartphones disponemos de acceso a multitud de apps que nos prometen una vida más fácil. Nos facilitan organizar el ocio y nuestros viajes, gestionar nuestros tiempos profesionales y personales, mantener contacto con nuestras personas queridas, comprar cualquier cosa imaginable, guiar nuestros pasos por la ciudad o dirigir la ruta de nuestros desplazamientos, etc. En todos esos casos, desde el mismo momento en que aceptamos las condiciones de uso de una app, estamos participando en una de las capas de la ciudad inteligente, la que sostienen nuestra cotidianeidad, y lo hacemos a través de aceptaciones automáticas de condiciones de uso de nuestros datos sin preguntarnos por la privacidad y seguridad de los mismos. Hemos aprendido a convivir espontáneamente con estos intercambios de conveniencia a cambio de pérdida de privacidad.
Es algo inocuo, piensa el menos concienciado, dando OK a un botón sin leer las kilométricas descripciones de las condiciones, que nadie lee.
Pensemos en cuestiones más sensibles y cercanas a nuestra relación con el gobierno y gestión de las instituciones, aspecto más directamente relacionable de manera específica con la ciudad inteligente. Sin ánimo apocalíptico, las revelaciones del caso Snowden, por apuntar a uno de los casos más conocidos y mediáticos, nos sitúan ante una realidad insoslayable: nuestras vidas son datos y huellas digitales que van a dar a determinados espacios que se gestionan bajo condiciones sobre las que apenas tenemos control democrático, desconociendo quién los usa, para qué los usa, a quien le da acceso a ellos o bajo qué régimen podemos actuar ante ellos.
Nuestras vidas son crecientemente conformadas a través de plataformas privadas (Google, Facebook, Amazon, Twitter,…) que, sabemos, han puesto nuestros datos a disposición de instituciones públicas de vigilancia y control social sin el debido debate social y control normativo. Podemos pensar en casos recientes de los conflictos entre procedimientos judiciales y empresas de hardware (Apple) o software (Twitter) para reclamar el acceso a datos privados de usuarios de redes sociales y smartphones, entrando en terrenos ignotos para las regulaciones con las que hasta ahora actuábamos.
Por otro lado, hemos asistido en los últimos años a episodios más que anecdóticos de caídas masivas de servicios urbanos (tranvías, iluminación,…) altamente sofisticados con tecnologías inteligentes, ataques a sistemas software de soporte de infraestructuras críticas (presas, redes de semáforos,…) o problemas de fiabilidad en objetos urbanos automáticos (coches sin conductor). Todos los elementos mencionados en los párrafos anteriores nos señalan dos necesidades. Por un lado, los proyectos de ciudad inteligente han de demostrar y tener en su núcleo una voluntad de contribuir al valor público y perseguir objetivos claros y comprensibles para la ciudadanía. Por otro lado, la necesidad de pensar la inteligencia urbana como un proceso que va más allá de la incorporación tecnológica.
Extracto de Descifrar las smart cities. ¿Qué queremos decir cuando hablamos de smart cities?
Pensemos en el intercambio digital más extendido y pretendidamente liviano: a través de nuestros smartphones disponemos de acceso a multitud de apps que nos prometen una vida más fácil. Nos facilitan organizar el ocio y nuestros viajes, gestionar nuestros tiempos profesionales y personales, mantener contacto con nuestras personas queridas, comprar cualquier cosa imaginable, guiar nuestros pasos por la ciudad o dirigir la ruta de nuestros desplazamientos, etc. En todos esos casos, desde el mismo momento en que aceptamos las condiciones de uso de una app, estamos participando en una de las capas de la ciudad inteligente, la que sostienen nuestra cotidianeidad, y lo hacemos a través de aceptaciones automáticas de condiciones de uso de nuestros datos sin preguntarnos por la privacidad y seguridad de los mismos. Hemos aprendido a convivir espontáneamente con estos intercambios de conveniencia a cambio de pérdida de privacidad.
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