El despliegue retórico de la smart city en relación a la sostenibilidad se presenta normalmente en forma de mejoras en la calidad de vida de un ciudadano genérico (igual para un habitante de Manhattan que de un recién llegado a los suburbios de Lagos, una persona mayor de los arrabales de Shanghai que un adolescente de Helsinki, una familia de Madrid que una familia de Managua), pero sin que ello implique ningún cambio fundamental en sus modos de vida y consumo. Esto, que es un elemento asentado desde cualquier perspectiva de los estudios de la sostenibilidad urbana como un elemento básico, queda arrinconado en beneficio de una promesa de sostenibilidad sin esfuerzo, sin cuestionamientos y sin responsabilización.
Esta misma proposición se realiza, además, desde alusiones genéricas a estándares de desarrollo sostenible aceptados internacionalmente como formas de sostenibilidad global pero con muy pocos asideros en las más complicadas definiciones de la ecología urbana, el espacio en el que el genérico “desarrollo sostenible” adquiere formas y sentidos mucho más intrincados. Masdar, PlanIT Valley o cualquier otra eco-ciudad de última generación han asociado su éxito en materia de sostenibilidad a la adición de nuevos componentes digitales, siempre bajo el control de entidades privadas u otras formas de corporativización de la gestión de estos espacios y la promoción del urbanismo emprendedor. De esta manera, la sostenibilidad se convierte en un nuevo significante vacío (aunque cargada de valores legitimadores mitológicos) porque cualquier alusión al contexto local específico es ignorada (al menos, mientras no se adentre el discurso en el terreno de proyectos específicos a través de contratos y proyectos de colaboración con instituciones concretas). En definitiva, en sus formas discursivas dominantes, la smart city se ha presentado con una referencia ingenua e inespecífica a la ciudad a la hora de presentar su propuesta de valor real para un problema de dimensiones colosales como es el del desarrollo sostenible y su vinculación con la escala local.
Esta misma proposición se realiza, además, desde alusiones genéricas a estándares de desarrollo sostenible aceptados internacionalmente como formas de sostenibilidad global pero con muy pocos asideros en las más complicadas definiciones de la ecología urbana, el espacio en el que el genérico “desarrollo sostenible” adquiere formas y sentidos mucho más intrincados. Masdar, PlanIT Valley o cualquier otra eco-ciudad de última generación han asociado su éxito en materia de sostenibilidad a la adición de nuevos componentes digitales, siempre bajo el control de entidades privadas u otras formas de corporativización de la gestión de estos espacios y la promoción del urbanismo emprendedor. De esta manera, la sostenibilidad se convierte en un nuevo significante vacío (aunque cargada de valores legitimadores mitológicos) porque cualquier alusión al contexto local específico es ignorada (al menos, mientras no se adentre el discurso en el terreno de proyectos específicos a través de contratos y proyectos de colaboración con instituciones concretas). En definitiva, en sus formas discursivas dominantes, la smart city se ha presentado con una referencia ingenua e inespecífica a la ciudad a la hora de presentar su propuesta de valor real para un problema de dimensiones colosales como es el del desarrollo sostenible y su vinculación con la escala local.
Estos problemas enlazan con discusiones ya conocidas en el ámbito de los estudios de la tecno-cultura, que siguen sin recibir suficiente atención en el relato de la smart city. Así, el problema de la reversibilidad de las tecnologías, que apela a la necesidad de mantener la capacidad de ejercer decisiones morales en el uso de cualquier aparato tecnológico, parece ser obviado en aras a un futuro en el que la inteligencia de las cosas y de las ciudades será capaz de tomar decisiones por nosotros. En términos de consumo sostenible, no tendremos otra opción más que comportarnos como los medios técnicos nos digan que debemos hacerlo (o en las formas que admitan como posibles según su diseño). Es así cómo gran parte de las soluciones relacionadas con la smart city, sobre todo en lo que tiene que ver con infraestructuras y servicios urbanos, son diseñadas de manera que sólo una opción de uso es posible, una opción, por lo demás, definida como técnicamente posible y socialmente aceptable, por un conglomerado de decisores en el que las instituciones públicas son sólo una parte, muchas veces con escasa capacidad de decisión frente a otros decisores contiguos como son los proveedores del servicio en cuestión.
Todo ello hace que el comportamiento moral, la posibilidad de elegir entre diversas opciones para resolver una determinada situación en nuestra vida social, pueda quedar abandonada en aras a una eficiencia cotidiana que nos ofrece inteligencia pero podría convertirnos en moralmente idiotas, también en cuestiones relativas al compromiso individual por el medio ambiente. La eficiencia, de nuevo, esconde la necesidad del debate social y la deliberación personal sobre las consecuencias de nuestros actos desde un pensamiento complejo que trate de entender las causas y los efectos de un determinado problema. El mejor ejemplo que ilustra esta situación es el de los sistemas inteligentes de gestión del aparcamiento en superficie, una panoplia de diferentes innovaciones (desde sensores a aplicaciones) que buscan optimizar el uso del espacio público dedicado a aparcar los coches, optimizar el tiempo que los conductores invierten en conducir, optimizar los flujos de tráfico e, incluso, optimizar los ingresos de los sistemas de estacionamiento regulado en base a precios cambiantes en función de la mayor o menor disponibilidad de espacios libres en un determinado momento. En la mayor parte de los casos, todo el ensamblaje técnico está dirigido a hacer más eficiente el tráfico y el ciudadano se encuentra mediatizado por este sistema que constantemente invita a mantener las bases estructurales de la movilidad, bajo la legitimación argumentativa de que todo ello contribuirá a un modelo de movilidad y transporte urbanos más sostenible por la optimización de los tráficos. De esta forma, un cuestionamiento más profundo sobre el excesivo espacio que las ciudades dedican al aparcamiento, sobre la insostenibilidad del uso de combustibles fósiles o incluso la escasa lógica de un sistema que privatiza el espacio público bajo la presión social que pretende que el aparcamiento sea una suerte de derecho gratuito, quedan abandonados y fuera del esquema de decisiones. Sin embargo, todas estas consideraciones, que son las que podrían realmente atacar un wicked problem netamente urbano como es el de la movilidad, son vistas como una intrusión moral en un debate puramente tecnológico.
En este sentido, uno de los conceptos clave más profundos de los estudios sobre la sostenibilidad es el que tiene que ver con la responsabilidad. Soluciones como las smart grids, los edificios inteligentes o los materiales inteligentes enuncian un presente-futuro en el cual las decisiones más lógicas en términos de eficiencia en el consumo de recursos se darán de forma automática a través de la auto-regulación de los sistemas inteligentes y a través de una información más precisa y en tiempo real por la cual los consumidores podrán ajustar sus preferencias y decisiones de consumo. Prometen, en definitiva, que el sujeto no necesitará tomar decisiones conscientes o intervenir activamente para encontrar el modo de consumo más eficiente (sostenible). De esta manera, la smart city ofrece previsiones de soluciones para los acuciantes problemas del cambio climático, por ejemplo, que no requieren cambios o acciones adicionales por parte del usuario de los sistemas inteligentes. Bastará la sofisticación de estos sistemas para que ellos hagan el trabajo por nosotros, de manera que ofrecen el espejismo de continuar con el statu quo de mantener los mismos patrones de consumo, las mismas tasas de urbanización y ocupación del suelo o los mismos modos dominantes de movilidad. No sólo operarán en sustitución de nuestra voluntad o compromiso por limitar nuestro consumo energético individual mediante acciones conscientes de apagar las luces innecesarias en casas y edificios, sino que nos evitarán la carga moral de actuar con responsabilidad ecológica.
City built for individual drivers is already unwalkable. Imagine sprawl *driverless*-car city will bring (via Taras Grescoe on Twitter)
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Frente a esto, algunas dinámicas como el adversarial design o el critical design buscan visibilizar las contradicciones de nuestro tiempo y las diferentes decisiones de diseño que podrían hacer de la tecnología un elemento de debate moral más abierto para usuarios –ciudadanos- que siguen siendo mayores de edad intelectualmente, capaces de pensar, deliberar y organizar sus propias decisiones sin que tenga que intervenir un determinado diseño tecnológico que le deje sin opciones de elegir. El despliegue de la smart city ha sido desde el inicio un proyecto que no ha tenido en mente la necesidad de hacer visibles sus entrañas tecnológicas como paso previo para que la ciudadanía pueda actuar críticamente en esos sistemas inteligentes que mediatizan su vida. Visibilizar el ensamblaje tecnológico e ideológico de las tecnologías inteligentes aparece como un elemento crítico en el diseño de sistemas conectados para una ciudadanía con agencia real para actuar más allá de los límites que imponen y normativizan las tecnologías definidas bajo la narrativa de la ciudad inteligente.
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