La invisibilidad es característica de las tecnologías digitales. Hasta ahora, cualquier otra gran transformación técnica de la Humanidad ha sido protagonizada por instrumentos materiales, tangibles físicamente e incluso pesados. Quizá el teléfono o el telégrafo se acerquen a esa invisibilidad pero, en último término, siempre han estado asociados a sus terminales, oficinas o líneas de comunicación visibles en nuestro día a día y, en cualquier caso, su funcionamiento es relativamente sencillo en comparación con la complejísima red de infraestructuras, protocolos, software,… sobre la que se soporta la Red. Hoy tenemos los dispositivos conectados –con el smartphone como símbolo-, pero la transformación fundamental está en la conexión inalámbrica y la transferencia de información que generan. Datos, algoritmos y código son producto y resultado de la inteligencia ofrecida por los mecanismos materiales que usamos para conectarnos. Así, el teléfono móvil inteligente se ha convertido en el ejemplo perfecto de cómo un objeto absolutamente visible y material propio de la vida conectada es, sin embargo, resultado funcional de un sistema de redes complejas e infraestructuras (centros de datos, servidores,…) invisibles y desconocidas que sostienen todo ello, pero radicalmente materiales y que conforman una geografía física de la red. Esta pérdida de conexión sensorial con la base física de la Red podría explicar nuestra dificultad para captar las consecuencias profundas del cambio tecnológico que vivimos y hace que, en el día a día, la experiencia digital esté más cerca de lo inconsciente y la sensación de tener en nuestras manos una tecnología mágica sobre la que apenas tenemos capacidad de comprender sus consecuencias, su funcionamiento básico y las prerrogativas que le cedemos a cambio de su uso.
Todos estas cuestiones nos urgen a formular un modelo crítico para comprender la transición hacia una vida conectada que ha llegado de manera gradual pero abriendo importantes cuestionamientos sobre el significado de esta colonización digital. Podemos ver los sensores instalados en las farolas de alumbrado público, pagar el aparcamiento acercando nuestra tarjeta de crédito, seguir en tiempo real nuestro consumo energético o incluso, al menos entender, en qué consiste la plataforma de integración de datos que nuestro ayuntamiento está desarrollando a modo de sistema operativo. Podemos descargarnos una app en nuestro móvil, aceptar la política de cookies de una web o acordar con una empresa a través de un formulario web una determinada política de uso de nuestros datos personales. Pero aunque podamos tocar estos objetos o realizar estas acciones de manera consciente (aunque sea a golpe de clicks automáticos), su significado más íntimo en términos de quién hace qué con nuestros datos, qué control tenemos sobre las imágenes de video-vigilancia a las que estamos sometidos o por qué el buscador de información municipal nos ofrece unos datos u otros, sigue siendo una caja negra. Mucho más oscuro aún es comprender que nuestros datos personales están alojados en servidores y centros de datos de Estados Unidos, que el diseño de ese sistema operativo de nuestra ciudad tiene su cerebro (servidor) en California o quién es dueño de los cables submarinos que nos conectan a la Red mundial. Por eso, a pesar de haber descubierto recientemente que nuestra sociedad y nuestras vidas, tan beneficiadas por estar conectadas, están también sometidas a los sistemas de espionaje masivo más complejos de la Historia, nuestra sensibilidad sobre los problemas, por ejemplo, de privacidad, sigue siendo muy baja.
Bundled, Buried & Behind Closed Doors from Ben Mendelsohn on Vimeo.
Esta realidad nos señala una necesidad imperiosa de disponer de recursos críticos para abordar estos cambios desde un debate social consciente, crítico y constructivo. Precisamente por el carácter invasivo e invisible que hemos señalado, las tecnologías que hoy disfrutamos tienen la capacidad de maravillarnos, instalarse cómodamente en nuestras rutinas y ser asumidas sin mayor cuestionamiento que la conveniencia que nos producen en nuestros quehaceres diarios. Pero si bien el enorme y complejo desafío de la privacidad y la seguridad se presenta como el más significativo y sensible a nivel personal, otros muchos desafíos se presentan en el horizonte de la esfera pública y comunitaria. Estos desafíos, en la medida en que se plasman a través del imaginario de la smart city en las formas de gobierno, en los arreglos institucionales a través de los cuáles se despliegan las infraestructuras básicas de la ciudad y nuevos servicios derivados de la esfera digital o en las expectativas sobre los límites de la democracia, abren la necesidad de cuestionar las asunciones implícitas detrás de estas tecnologías. Sin entrar en más detalles que no corresponden a este texto, la esfera digital –de la que la smart city forma parte como proposición de organización social en las ciudades- nos hace, al menos mientras no nos resistamos de manera consciente, poco hábiles para comprender y reaccionar a su significado íntimo.
The Internet´s undersea world |
Todos estas cuestiones nos urgen a formular un modelo crítico para comprender la transición hacia una vida conectada que ha llegado de manera gradual pero abriendo importantes cuestionamientos sobre el significado de esta colonización digital. Podemos ver los sensores instalados en las farolas de alumbrado público, pagar el aparcamiento acercando nuestra tarjeta de crédito, seguir en tiempo real nuestro consumo energético o incluso, al menos entender, en qué consiste la plataforma de integración de datos que nuestro ayuntamiento está desarrollando a modo de sistema operativo. Podemos descargarnos una app en nuestro móvil, aceptar la política de cookies de una web o acordar con una empresa a través de un formulario web una determinada política de uso de nuestros datos personales. Pero aunque podamos tocar estos objetos o realizar estas acciones de manera consciente (aunque sea a golpe de clicks automáticos), su significado más íntimo en términos de quién hace qué con nuestros datos, qué control tenemos sobre las imágenes de video-vigilancia a las que estamos sometidos o por qué el buscador de información municipal nos ofrece unos datos u otros, sigue siendo una caja negra. Mucho más oscuro aún es comprender que nuestros datos personales están alojados en servidores y centros de datos de Estados Unidos, que el diseño de ese sistema operativo de nuestra ciudad tiene su cerebro (servidor) en California o quién es dueño de los cables submarinos que nos conectan a la Red mundial. Por eso, a pesar de haber descubierto recientemente que nuestra sociedad y nuestras vidas, tan beneficiadas por estar conectadas, están también sometidas a los sistemas de espionaje masivo más complejos de la Historia, nuestra sensibilidad sobre los problemas, por ejemplo, de privacidad, sigue siendo muy baja.
Bundled, Buried & Behind Closed Doors from Ben Mendelsohn on Vimeo.
Esta realidad nos señala una necesidad imperiosa de disponer de recursos críticos para abordar estos cambios desde un debate social consciente, crítico y constructivo. Precisamente por el carácter invasivo e invisible que hemos señalado, las tecnologías que hoy disfrutamos tienen la capacidad de maravillarnos, instalarse cómodamente en nuestras rutinas y ser asumidas sin mayor cuestionamiento que la conveniencia que nos producen en nuestros quehaceres diarios. Pero si bien el enorme y complejo desafío de la privacidad y la seguridad se presenta como el más significativo y sensible a nivel personal, otros muchos desafíos se presentan en el horizonte de la esfera pública y comunitaria. Estos desafíos, en la medida en que se plasman a través del imaginario de la smart city en las formas de gobierno, en los arreglos institucionales a través de los cuáles se despliegan las infraestructuras básicas de la ciudad y nuevos servicios derivados de la esfera digital o en las expectativas sobre los límites de la democracia, abren la necesidad de cuestionar las asunciones implícitas detrás de estas tecnologías. Sin entrar en más detalles que no corresponden a este texto, la esfera digital –de la que la smart city forma parte como proposición de organización social en las ciudades- nos hace, al menos mientras no nos resistamos de manera consciente, poco hábiles para comprender y reaccionar a su significado íntimo.
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