Falta un relato de la smart city que ponga sobre la mesa los desafíos sociales y políticos, capaz de hacerse preguntas de modo crítico. Hay que ampliar el concepto para que represente la experiencia de la vida diaria de la ciudadanía.
Tras estos años protagonizando gran parte del debate institucional (en forma de congresos, planes, proyectos piloto, etcétera), la ciudad inteligente no es capaz de explicarse a sí misma de manera comprensible. Pocos conceptos relacionados con la agenda urbana han sido capaces de captar tanta atención en tan poco tiempo y generar tanta confusión para, hoy por hoy, contar casi con tantos descontentos, críticos y escépticos como entusiastas.
Sin duda, el principal éxito de la maquinaria discursiva que ha promovido las smart cities es haberse hecho un hueco en la agenda de las políticas urbanas en un periodo de tiempo muy breve. Sin embargo, aún falta un relato comprensible y cercano para la ciudadanía, que asiste entre la indiferencia y el cansancio a un nuevo lenguaje que los políticos han asumido con sorprendente facilidad como nuevo recurso de comunicación pública. Así lo reconoce Júlia López, responsable de proyectos de la dirección de smart cities del Ayuntamiento de Barcelona, al plantear lo siguiente: “Tiene mucho más sentido hablar de tecnologías de transformación de la ciudad. Se debe justificar muy bien por qué la ciudad dedica tiempo y recursos a las smart cities, enfatizando la voluntad de transformación urbana”.
Como balance provisional, sin desdeñar los proyectos e iniciativas que realmente han conseguido ponerse en marcha, tenemos un gran revuelo en torno al papel de la tecnología en la ciudad y, en paralelo, un gran desconcierto sobre qué significan las smart cities en la vida cotidiana. Al menos así puede ser percibido por quienes se han acercado a esta cuestión y no han sabido encontrar realidades materializables más allá de los grandes conceptos en los que se mueve la narrativa de lo smart. Su génesis es explicada por Paco González (arquitecto en Radarq, profesor de los programas de Gestión de la Ciudad y Urbanismo en la Universitat Oberta de Catalunya): “Es una oferta generada por empresas tecnológicas globales, a la que administraciones y gobiernos municipales responden con estrategias y programas que buscan atraer estas inversiones de capital tecnológico con la intención de desarrollar el sector de la nueva economía de las TIC”.
El desencanto
La principal incógnita es qué papel puede tener la ciudadanía en estas transformaciones, más allá del desencanto ante un relato basado en promesas espectacularizadas a través de renderizados futurísticos, complejos diagramas de servicios urbanos interconectados y un lenguaje técnico muy alejado de la cotidianeidad de la ciudadanía. El discurso subyacente ha situado el foco en las soluciones tecnológicas para automatizar servicios públicos como el transporte, la recogida de residuos, la iluminación, etcétera, y el esfuerzo de explicación ha estado dirigido a convencer a las instituciones de la necesidad de implantar estas soluciones. Pero falta construir un relato de la ciudad inteligente pensada desde el día a día de la ciudadanía, que ponga sobre la mesa los desafíos sociales y políticos y que sea capaz de plantearse preguntas. Paco González se muestra crítico en este sentido: “El modelo es similar al de las grandes infraestructuras de transporte: agentes que generan costes y cambios estructurales que repercuten en la ciudad de la que extraen beneficios, sin involucrar a la ciudadanía en el proceso”.
La vida en las ciudades está cada vez más determinada por las tecnologías digitales. Vivimos en una creciente interacción con objetos, plataformas y dispositivos conectados, muchas veces de manera inconsciente (el rastro digital que dejamos en el Bicing, nuestra imagen captada por una cámara de videovigilancia o el paso de un autobús urbano identificado por un sensor, por ejemplo) y otras de manera más consciente (buscando un lugar a través de la navegación GPS, conectándonos a una red de conexión inalámbrica en una plaza, pagando el estacionamiento, etcétera). Sin embargo, falta abordar críticamente el significado de este rastro digital. En una reciente conferencia en el marco del ciclo Ciudad Abierta, organizado por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), Evgeny Morozov planteó algunas claves para afrontar una relectura crítica del significado y las consecuencias subyacentes del discurso dominante en torno a las smart cities, apelando a la necesidad de no abandonar la responsabilidad cívica y el espíritu crítico. Aportaciones recientes en forma de libros como los publicados por Adam Greenfield (Against the smart city) o Anthony Townsend (Smart cities. Big data, civic hackers and the quest for a new utopia) suponen asideros a los que agarrarse para construir un modelo democratizador de relación con las tecnologías inteligentes.
Centralización o ciudadano inteligente
Este escenario de una sociedad conectada es el que la smart city parece querer dominar para transformarlo al máximo en un sistema centralizado, automatizado, adaptable y controlado en tiempo real. Por eso el centro de operaciones inteligente de Río de Janeiro se ha convertido en la representación canónica de esta pretensión. ¿No deberíamos esperar algo más que simple eficacia? Al fin y al cabo, hoy disponemos de tecnologías accesibles, baratas y sencillas para crear soluciones de manera autónoma. ¿No deberían formar parte también del relato de la ciudad inteligente? Sobre esta cuestión, el impulso de modelos de desarrollo abiertos es una de las cuestiones críticas para Júlia López, quien reivindica el papel de los ayuntamientos para que los proyectos se diseñen desde “el uso de estándares abiertos no invasivos, que garanticen la privacidad de los ciudadanos al mismo tiempo que homogeneicen soluciones en todas las ciudades del mundo. No tiene sentido que cada ciudad disponga de sus propias soluciones y que estas no sirvan en otros lugares. Las ciudades tienen un rol muy importante en ese sentido frente a las empresas y a los ciudadanos”.
Disponer de estas tecnologías abiertas está impulsando el redescubrimiento de los bienes comunes, el espacio de responsabilidad compartida. La esfera digital se ha instalado de forma sigilosa, pero transformando radicalmente la capacidad social de intervenir en ámbitos como la generación y la distribución de información, la organización de formas de gestión colaborativa, la creación de soluciones tecnológicas para problemas locales o la intermediación en el debate público. Acción colectiva, autoorganización y cocreación son las bases de una mirada social al rol transformador de las tecnologías de la smart city, plasmada a través de proyectos relacionados con la ciencia ciudadana, los laboratorios digitales –en sus diferentes formas de medialabs, hacker spaces, etcétera– o las intervenciones digitales en fachadas y otros elementos de interacción.
La ciudad inteligente no necesita ser convertida en un espectáculo de soluciones mágicas inaccesibles a la ciudadanía, ni en una epopeya hacia el sometimiento a las reglas del control automático. Lo que necesitamos es construir una posición crítica como sociedad, un esfuerzo que, por ejemplo, plantea con ambición la exposición del CCCB “Big Bang Data”, una evidencia de la necesidad de escarbar en la superficie para confrontar el potencial del big data con sus desafíos, peligros y alternativas.
Artículo publicado originalmente en el número 91 de la revista Barcelona Metrópolis
© Oriol Malet
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Sin duda, el principal éxito de la maquinaria discursiva que ha promovido las smart cities es haberse hecho un hueco en la agenda de las políticas urbanas en un periodo de tiempo muy breve. Sin embargo, aún falta un relato comprensible y cercano para la ciudadanía, que asiste entre la indiferencia y el cansancio a un nuevo lenguaje que los políticos han asumido con sorprendente facilidad como nuevo recurso de comunicación pública. Así lo reconoce Júlia López, responsable de proyectos de la dirección de smart cities del Ayuntamiento de Barcelona, al plantear lo siguiente: “Tiene mucho más sentido hablar de tecnologías de transformación de la ciudad. Se debe justificar muy bien por qué la ciudad dedica tiempo y recursos a las smart cities, enfatizando la voluntad de transformación urbana”.
Como balance provisional, sin desdeñar los proyectos e iniciativas que realmente han conseguido ponerse en marcha, tenemos un gran revuelo en torno al papel de la tecnología en la ciudad y, en paralelo, un gran desconcierto sobre qué significan las smart cities en la vida cotidiana. Al menos así puede ser percibido por quienes se han acercado a esta cuestión y no han sabido encontrar realidades materializables más allá de los grandes conceptos en los que se mueve la narrativa de lo smart. Su génesis es explicada por Paco González (arquitecto en Radarq, profesor de los programas de Gestión de la Ciudad y Urbanismo en la Universitat Oberta de Catalunya): “Es una oferta generada por empresas tecnológicas globales, a la que administraciones y gobiernos municipales responden con estrategias y programas que buscan atraer estas inversiones de capital tecnológico con la intención de desarrollar el sector de la nueva economía de las TIC”.
El desencanto
La principal incógnita es qué papel puede tener la ciudadanía en estas transformaciones, más allá del desencanto ante un relato basado en promesas espectacularizadas a través de renderizados futurísticos, complejos diagramas de servicios urbanos interconectados y un lenguaje técnico muy alejado de la cotidianeidad de la ciudadanía. El discurso subyacente ha situado el foco en las soluciones tecnológicas para automatizar servicios públicos como el transporte, la recogida de residuos, la iluminación, etcétera, y el esfuerzo de explicación ha estado dirigido a convencer a las instituciones de la necesidad de implantar estas soluciones. Pero falta construir un relato de la ciudad inteligente pensada desde el día a día de la ciudadanía, que ponga sobre la mesa los desafíos sociales y políticos y que sea capaz de plantearse preguntas. Paco González se muestra crítico en este sentido: “El modelo es similar al de las grandes infraestructuras de transporte: agentes que generan costes y cambios estructurales que repercuten en la ciudad de la que extraen beneficios, sin involucrar a la ciudadanía en el proceso”.
La vida en las ciudades está cada vez más determinada por las tecnologías digitales. Vivimos en una creciente interacción con objetos, plataformas y dispositivos conectados, muchas veces de manera inconsciente (el rastro digital que dejamos en el Bicing, nuestra imagen captada por una cámara de videovigilancia o el paso de un autobús urbano identificado por un sensor, por ejemplo) y otras de manera más consciente (buscando un lugar a través de la navegación GPS, conectándonos a una red de conexión inalámbrica en una plaza, pagando el estacionamiento, etcétera). Sin embargo, falta abordar críticamente el significado de este rastro digital. En una reciente conferencia en el marco del ciclo Ciudad Abierta, organizado por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), Evgeny Morozov planteó algunas claves para afrontar una relectura crítica del significado y las consecuencias subyacentes del discurso dominante en torno a las smart cities, apelando a la necesidad de no abandonar la responsabilidad cívica y el espíritu crítico. Aportaciones recientes en forma de libros como los publicados por Adam Greenfield (Against the smart city) o Anthony Townsend (Smart cities. Big data, civic hackers and the quest for a new utopia) suponen asideros a los que agarrarse para construir un modelo democratizador de relación con las tecnologías inteligentes.
Centralización o ciudadano inteligente
Este escenario de una sociedad conectada es el que la smart city parece querer dominar para transformarlo al máximo en un sistema centralizado, automatizado, adaptable y controlado en tiempo real. Por eso el centro de operaciones inteligente de Río de Janeiro se ha convertido en la representación canónica de esta pretensión. ¿No deberíamos esperar algo más que simple eficacia? Al fin y al cabo, hoy disponemos de tecnologías accesibles, baratas y sencillas para crear soluciones de manera autónoma. ¿No deberían formar parte también del relato de la ciudad inteligente? Sobre esta cuestión, el impulso de modelos de desarrollo abiertos es una de las cuestiones críticas para Júlia López, quien reivindica el papel de los ayuntamientos para que los proyectos se diseñen desde “el uso de estándares abiertos no invasivos, que garanticen la privacidad de los ciudadanos al mismo tiempo que homogeneicen soluciones en todas las ciudades del mundo. No tiene sentido que cada ciudad disponga de sus propias soluciones y que estas no sirvan en otros lugares. Las ciudades tienen un rol muy importante en ese sentido frente a las empresas y a los ciudadanos”.
Disponer de estas tecnologías abiertas está impulsando el redescubrimiento de los bienes comunes, el espacio de responsabilidad compartida. La esfera digital se ha instalado de forma sigilosa, pero transformando radicalmente la capacidad social de intervenir en ámbitos como la generación y la distribución de información, la organización de formas de gestión colaborativa, la creación de soluciones tecnológicas para problemas locales o la intermediación en el debate público. Acción colectiva, autoorganización y cocreación son las bases de una mirada social al rol transformador de las tecnologías de la smart city, plasmada a través de proyectos relacionados con la ciencia ciudadana, los laboratorios digitales –en sus diferentes formas de medialabs, hacker spaces, etcétera– o las intervenciones digitales en fachadas y otros elementos de interacción.
La ciudad inteligente no necesita ser convertida en un espectáculo de soluciones mágicas inaccesibles a la ciudadanía, ni en una epopeya hacia el sometimiento a las reglas del control automático. Lo que necesitamos es construir una posición crítica como sociedad, un esfuerzo que, por ejemplo, plantea con ambición la exposición del CCCB “Big Bang Data”, una evidencia de la necesidad de escarbar en la superficie para confrontar el potencial del big data con sus desafíos, peligros y alternativas.
Artículo publicado originalmente en el número 91 de la revista Barcelona Metrópolis
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