(Continuación de Smart cities. ¿Dónde estamos después de estos años? y Smart cities. Análisis del discurso institucional predominante)
Realizado el análisis discursivo y los principales elementos que definen cómo se ha posicionado el concepto más extendido sobre la ciudad inteligente, corresponde ahora plantear aunque sea de forma breve un relato alternativo que aborde las limitaciones que hemos apuntado y que señale nuevos criterios para abordar el papel de la ciudadanía en la era de la sociedad digital y conectada.
Quizá el primer aspecto a tener en cuenta sea el de evitar la confusión de la smart city como una cuestión que afecta únicamente a los servicios públicos y a las instituciones locales. Aunque, como hemos visto, es evidente que toda la gama de servicios públicos que ofrece un ayuntamiento –y, por extensión, cualquier autoridad pública- encuentra en las soluciones de ciudad inteligente grandes márgenes de mejora hacia la personalización y la optimización de la prestación de los mismos, la ciudad y su funcionamiento no se agotan en el despliegue institucional. Sólo ampliando esta mirada podremos descubrir el potencial para la ciudadanía y el uso significativo que puede hacer de las nuevas herramientas digitales.
Evidentemente, el papel de los gobiernos locales es clave en esta cuestión, pero tiene más que ver con asumir un rol como facilitador que como único impulsor y desarrollador. Por supuesto, como ya hemos apuntado, hay espacios de actuación relacionados con las smart cities en los que la Administración asume necesariamente un papel activo y líder, especialmente en el desarrollo de infraestructuras (de movilidad, de conectividad, de interoperabilidad, de información ciudadana,…), pero ni las ciudades inteligentes se limitan a estos desarrollos y ni siquiera en estos desarrollos los poderes públicos serían los únicos actores.
Otro elemento importante es la necesidad de trascender la tentación de construir como objetivo último sistemas jerárquicos de control como estadio de perfección de las smart cities. De hecho, estos sistemas ya existen de alguna forma, hasta ahora muy vinculados a las áreas de movilidad para el control del tráfico rodado o de los transportes públicos, o a las de seguridad ciudadana a través de la monitorización con cámaras en el espacio público. Proyectos tan aplaudidos como el centro de control de Río de Janeiro no dejan de ser, en el fondo, un catalogo ampliado de monitores y un sistema centralizado que añade información de otros servicios hasta ahora no controlados desde un centro de mandos de este tipo.
La verdadera inteligencia de la ciudad está en el casi milagroso orden inestable espontáneo en el que se da la vida en la ciudad. Son las relaciones sociales, las personas, las que generan la inteligencia del funcionamiento de las ciudades. Imperfectas, conflictivas, desastrosas a veces, mejorables siempre. La tecnología sólo facilitará ciertos procesos, y la lógica de la vida colectiva derrotará cualquier intento de implantar sistemas que sobrepasen el nivel necesario de sofisticación. La tecnología que da inteligencia a la ciudad y que hace que las cosas funcionen es invisible y tiene que ver con la diversidad, la confianza recíproca, el encuentro del otro o la capacidad de apropiarse y construir la ciudad de forma conjunta. El determinismo tecnológico chocará irremediablemente con la impredecibilidad y la complejidad de la vida urbana si se imponen las estrategias top-down de sofisticación tecnológica en un momento, además, de dificultades presupuestarias para las entidades locales.
El discurso más establecido a nivel institucional sobre las smart cities se basa fundamentalmente en promesas para un futuro de las ciudades a través del despliegue de tecnologías que están aún por llegar y generarán beneficios sociales en el futuro próximo, mientras la ciudadanía, en buena medida, sólo tiene la opción de esperar a verlos hacerse realidad. Sin embargo, el riesgo de esta lectura futurista estriba en olvidar y no reconocer las prácticas, soluciones y tecnologías que ya están sucediendo, aunque posiblemente fuera de las presentaciones comerciales de las corporaciones tecnológicas o de las planificaciones institucionales hacia la smart city.
En realidad, el gran avance de la amplia esfera de tecnologías digitales y su intersección con la vida urbana estriba en que ya se están desarrollando proyectos de smart cities desde una perspectiva del ciudadano comprometido, sin necesidad de esperar a que otros (gobiernos o empresas) desarrollen esas soluciones. Se trata de iniciativas difíciles de percibir desde las visiones y propuestas top-down que hemos analizado anteriormente, ya que se generan en un modelo distribuido, con menos recursos, de forma menos institucionalizada (con lo que quedan fuera de la espectacularización de las smart cities) y protagonizada por un ecosistema de agentes diferente en buena medida a los que participan de la visión más centrada en la smart city como administración eficiente.
Estas prácticas y procesos de innovación socio-tecnológica tienen una clara vocación de aportación a los retos sociales y democráticos de nuestras sociedades y por ello encuentran en la ciudad su espacio más directo de intervención. En este contexto cobra sentido reconocer el papel de entornos como Medialab Prado en Madrid como ejemplo de laboratorio de innovación colectiva, pero también toma de forma de plataformas de trabajo como Code for America, los diferentes modelos de hackathons y otros procesos de acción colaborativa centrados en impulsar las tecnologías digitales como activos facilitadores de un nuevo rol de la ciudadanía en la ciudad. La smart city se convierte en algo tangible cuando comunidades de usuarios se reúnen para desarrollar con tecnologías abiertas sus propias redes de infraestructuras para el control ambiental (Air Quality Egg, Smart Citizen Kit) o para compartir redes abiertas de conexión compartida (Guifi.net). Las promesas de la smart city cobran sentido ciudadano cuando consiguen pasar del modelo “usuario generador pasivo de datos” que promueven ciertas visiones de la participación digital a un modelo de “usuario creador” de herramientas para resolver problemas y necesidades concretas.
De la misma forma, cientos de ciudades en todo el mundo están liberando sus datos públicos posibilitando que desarrolladores y activistas trabajen en proyectos de reutilización del open data. La smart city se transforma entonces en un concepto abierto a la ciudadanía cuando reconocemos cómo se están desarrollando herramientas digitales de diferente tipo para favorecer formas de apropiación tecnológica y de democratización. Las smart cities también son lo que sucede en la intersección del urbanismo y la exploración artística a través de fachadas digitales (Connecting Cities) y otras formas de pensamiento crítico en el espacio público (Urban Prototyping, Etopia) en las que el ciudadano se compromete, crea, organiza y comparte una plataforma común, la ciudad
En último lugar, quedaría por resaltar otro de los elementos que hemos apuntado en el capítulo inicial sobre el riesgo de los discursos despolitizadores del futuro más inmediato de la gestión urbana. Frente a la tentación de creer que las posibilidades de automatización del control y seguimiento de cualquier parámetro de la ciudad nos llevan a un escenario de objetivización de las decisiones sobre los diferentes aspectos de la vida urbana (decisiones sobre políticas de seguridad, de gestión del tráfico, de vivienda, de espacio público, etc.), la realidad es que nada de esto debería sustraer la necesidad del debate público sobre cuestiones cruciales. Sin entrar ni siquiera en las dimensiones más globales sobre el control de internet y todas las dinámicas derivadas (desde el control de la privacidad por parte de los grandes operadores y de los propios gobiernos hasta las resistencias de los diferentes sectores industriales impactados por el cambio en los modelos de negocio), las preguntas y los debates siguen siendo los mismos: ¿para quién son las smart cities?, ¿quién las protagoniza?, ¿quién se queda fuera?, ¿promueven o no la inclusión o son sólo formas sofisticadas de perpetuación de las relaciones de poder establecidas?, ¿cómo salvaguardar lo público?, ¿y cómo salvaguardar lo común?, ¿cómo pueden favorecer modelos estables de implicación y participación ciudadana?
Este texto es la tercera (y última) parte del artículo La desilusión de las smart cities. Está sucediendo, pero no en la forma en la que nos lo han contado, publicado en el número 57 de la Revista Papers.
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Realizado el análisis discursivo y los principales elementos que definen cómo se ha posicionado el concepto más extendido sobre la ciudad inteligente, corresponde ahora plantear aunque sea de forma breve un relato alternativo que aborde las limitaciones que hemos apuntado y que señale nuevos criterios para abordar el papel de la ciudadanía en la era de la sociedad digital y conectada.
Quizá el primer aspecto a tener en cuenta sea el de evitar la confusión de la smart city como una cuestión que afecta únicamente a los servicios públicos y a las instituciones locales. Aunque, como hemos visto, es evidente que toda la gama de servicios públicos que ofrece un ayuntamiento –y, por extensión, cualquier autoridad pública- encuentra en las soluciones de ciudad inteligente grandes márgenes de mejora hacia la personalización y la optimización de la prestación de los mismos, la ciudad y su funcionamiento no se agotan en el despliegue institucional. Sólo ampliando esta mirada podremos descubrir el potencial para la ciudadanía y el uso significativo que puede hacer de las nuevas herramientas digitales.
Evidentemente, el papel de los gobiernos locales es clave en esta cuestión, pero tiene más que ver con asumir un rol como facilitador que como único impulsor y desarrollador. Por supuesto, como ya hemos apuntado, hay espacios de actuación relacionados con las smart cities en los que la Administración asume necesariamente un papel activo y líder, especialmente en el desarrollo de infraestructuras (de movilidad, de conectividad, de interoperabilidad, de información ciudadana,…), pero ni las ciudades inteligentes se limitan a estos desarrollos y ni siquiera en estos desarrollos los poderes públicos serían los únicos actores.
Otro elemento importante es la necesidad de trascender la tentación de construir como objetivo último sistemas jerárquicos de control como estadio de perfección de las smart cities. De hecho, estos sistemas ya existen de alguna forma, hasta ahora muy vinculados a las áreas de movilidad para el control del tráfico rodado o de los transportes públicos, o a las de seguridad ciudadana a través de la monitorización con cámaras en el espacio público. Proyectos tan aplaudidos como el centro de control de Río de Janeiro no dejan de ser, en el fondo, un catalogo ampliado de monitores y un sistema centralizado que añade información de otros servicios hasta ahora no controlados desde un centro de mandos de este tipo.
FabHub |
El discurso más establecido a nivel institucional sobre las smart cities se basa fundamentalmente en promesas para un futuro de las ciudades a través del despliegue de tecnologías que están aún por llegar y generarán beneficios sociales en el futuro próximo, mientras la ciudadanía, en buena medida, sólo tiene la opción de esperar a verlos hacerse realidad. Sin embargo, el riesgo de esta lectura futurista estriba en olvidar y no reconocer las prácticas, soluciones y tecnologías que ya están sucediendo, aunque posiblemente fuera de las presentaciones comerciales de las corporaciones tecnológicas o de las planificaciones institucionales hacia la smart city.
En realidad, el gran avance de la amplia esfera de tecnologías digitales y su intersección con la vida urbana estriba en que ya se están desarrollando proyectos de smart cities desde una perspectiva del ciudadano comprometido, sin necesidad de esperar a que otros (gobiernos o empresas) desarrollen esas soluciones. Se trata de iniciativas difíciles de percibir desde las visiones y propuestas top-down que hemos analizado anteriormente, ya que se generan en un modelo distribuido, con menos recursos, de forma menos institucionalizada (con lo que quedan fuera de la espectacularización de las smart cities) y protagonizada por un ecosistema de agentes diferente en buena medida a los que participan de la visión más centrada en la smart city como administración eficiente.
Estas prácticas y procesos de innovación socio-tecnológica tienen una clara vocación de aportación a los retos sociales y democráticos de nuestras sociedades y por ello encuentran en la ciudad su espacio más directo de intervención. En este contexto cobra sentido reconocer el papel de entornos como Medialab Prado en Madrid como ejemplo de laboratorio de innovación colectiva, pero también toma de forma de plataformas de trabajo como Code for America, los diferentes modelos de hackathons y otros procesos de acción colaborativa centrados en impulsar las tecnologías digitales como activos facilitadores de un nuevo rol de la ciudadanía en la ciudad. La smart city se convierte en algo tangible cuando comunidades de usuarios se reúnen para desarrollar con tecnologías abiertas sus propias redes de infraestructuras para el control ambiental (Air Quality Egg, Smart Citizen Kit) o para compartir redes abiertas de conexión compartida (Guifi.net). Las promesas de la smart city cobran sentido ciudadano cuando consiguen pasar del modelo “usuario generador pasivo de datos” que promueven ciertas visiones de la participación digital a un modelo de “usuario creador” de herramientas para resolver problemas y necesidades concretas.
Thingful |
En último lugar, quedaría por resaltar otro de los elementos que hemos apuntado en el capítulo inicial sobre el riesgo de los discursos despolitizadores del futuro más inmediato de la gestión urbana. Frente a la tentación de creer que las posibilidades de automatización del control y seguimiento de cualquier parámetro de la ciudad nos llevan a un escenario de objetivización de las decisiones sobre los diferentes aspectos de la vida urbana (decisiones sobre políticas de seguridad, de gestión del tráfico, de vivienda, de espacio público, etc.), la realidad es que nada de esto debería sustraer la necesidad del debate público sobre cuestiones cruciales. Sin entrar ni siquiera en las dimensiones más globales sobre el control de internet y todas las dinámicas derivadas (desde el control de la privacidad por parte de los grandes operadores y de los propios gobiernos hasta las resistencias de los diferentes sectores industriales impactados por el cambio en los modelos de negocio), las preguntas y los debates siguen siendo los mismos: ¿para quién son las smart cities?, ¿quién las protagoniza?, ¿quién se queda fuera?, ¿promueven o no la inclusión o son sólo formas sofisticadas de perpetuación de las relaciones de poder establecidas?, ¿cómo salvaguardar lo público?, ¿y cómo salvaguardar lo común?, ¿cómo pueden favorecer modelos estables de implicación y participación ciudadana?
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