(Continuación de Smart cities. ¿Dónde estamos después de estos años?)
Para realizar este análisis discursivo utilizaremos algunos de los argumentos principales comunes a gran parte del relato dominante, aunque en realidad se retroalimentan unos y otros y forman parte de una postura cultural sobre el papel de la tecnología en la sociedad.
El mito de la eficiencia operativa
Uno de los argumentos más repetidos en la retórica de las smart cities es de la capacidad de aportar una base tecnológica sobre la que sustentar la operativa de los gobiernos locales en la gestión pública de los diferentes servicios públicos que tienen presencia en la ciudad. Es aquí donde cobran sentido los renders a vista de pájaro que dominan el paisaje de presentaciones en congresos, catálogos comerciales y propuestas estratégicas: la promesa de una interconexión perfecta de todos los servicios, normalmente con la aspiración de contar con un elemento aglutinador que suele tomar el nombre de sistema operativo urbano y la forma de un centro de mandos. En este sentido, el Intelligent Operations Center de Río de Janeiro y desarrollado por IBM se ha convertido en el ejemplo de referencia sobre la aspiración de contar con un sistema centralizado, jerarquizado y automatizado de mando y control de una ciudad inteligente.
A modo de panóptico del siglo XXI, la ciudad se convierte es un gran escenario donde, a través de la gestión del big data generado en el océano de datos que se producen en una ciudad, el gestor público cuenta con información suficiente y relevante para controlar el estado de las diferentes áreas de la ciudad, acompasar el despliegue de los servicios a las necesidades en tiempo real, verificar umbrales, alertas y avisos, etc. Con ello, la gestión de la ciudad tenderá al óptimo de gasto e inversión, ahorrando costes y haciendo más eficiente la gestión urbana.
¿Cuáles son las debilidades de esta lógica? Por un lado, si la plasmación real de una smart city es contar con centro de operaciones, estamos ante una propuesta altamente burocrática y jerarquizada, formalizada finalmente en un cuarto de máquinas desde el que dirigir la actividad institucional y reduciendo el sentido amplio de la inteligencia urbana a una serie de indicadores y pantallas de información cuyo destinatario último es el poder político. Por otro lado, a pesar de apelar a la eficiencia en la prestación de servicios, resulta un proyecto altamente costoso, inasumible para la mayor parte de los municipios que puedan interesarse por lo que les pueda ofrecer la smart city. Y, en último lugar, ofrece una imagen reduccionista de la labor de gestión urbana otorgando a los indicadores –ahora filtrados a través de modelos de gestión del big data y desplegados en tiempo real- una relevancia que arrincona otros factores intangibles y cualitativos que tienen que ver con las decisiones públicas.
Monitorizar, optimizar, planear o maximizar suelen ser verbos presentes en gran parte de las definiciones y relatos sobre la smart city. ¿A eso se reduce el papel de un gobierno local? En realidad, el uso de este tipo de verbos denota una confusión altamente extendida como es el uso del término “city” para referirse exclusivamente al gobierno municipal, una reducción que obviamente implica unas determinadas preocupaciones –como veíamos anteriormente, la priorización de la eficiencia de los servicios públicos- y una determinada concepción de los proyectos de ciudad inteligente, centrados en la esfera institucional.
El mito de la sostenibilidad
El argumento de la sostenibilidad y la preocupación ambiental suele aparecer también como justificación de la apuesta por las ciudades inteligentes, normalmente de manera instrumental y vinculada a la prioridad de la eficiencia de los servicios públicos. En este sentido, podríamos pensar que se está recogiendo el paradigma de la sostenibilidad local –con tanto protagonismo en las dos últimas décadas y últimamente arrinconado por la oleada smart city- pero la transferencia es prácticamente nula. Los conceptos más profundos relacionados con la sostenibilidad –responsabilidad intergeneracional, huella ecológica, ciclo de vida y flujos de materiales, ecología urbana,…- no están presentes en esta apelación a los problemas ambientales y su resolución a través de estrategias o acciones de ciudad inteligente.
En gran parte de los casos, el discurso remite a la necesidad de hacer un uso más eficiente del agua o la energía en la provisión de servicios públicos, desarrollando redes de distribución más eficientes gracias al uso de sistemas de control automático de fugas, a la gestión en tiempo real del consumo eléctrico o a la extensión de sistemas distribuidos (smart grids). De esta manera, de la amplitud de ámbitos y criterios relacionados con la sostenibilidad se están seleccionando exclusivamente aquellos que tienen que ver con infraestructuras sobre las que la ciudadanía tiene un papel pasivo. Con ello, el campo de acción para abordar los problemas ambientales derivados del consumo de recursos que tienen que ver con el lado del consumo no forma parte de las prioridades.
El mito de la simplificación
Ante esta visión simplificada de la realidad compleja que representa una ciudad, Usman Haque ha planteado en su artículo Messiness will inevitably arise in spite of smart cities una lectura de la ciudad mucho más realista rescatando la idea de los problemas retorcidos (wicked problem) como elemento consustancial a la complejidad de la vida en la ciudad.
Frente a estas reservas, podemos citar uno de los casos más extremos de simplificación de la realidad urbana y lo que acontecen sus calles, el proyecto de construcción del llamado Center for Innovation, Testing and Evaluation (CITE). Impulsada por el holding Pegasus, que busca un lugar adecuado en el desierto de Nuevo México (EE.UU.) esta “ciudad” ofrecerá un marco de pruebas para una serie de tecnologías que podrán probarse en un marco aséptico sin interferencias de ciudadanos (sustituidos por sensores de los que se espera que repliquen el comportamiento humano en un escenario sin interacción), usuarios, contratiempos o eventos inesperados ya que, a pesar de estar dimensionada para cincuenta mil personas, nadie vivirá en ella. Con un marco de investigación tan acotado, se hace evidente que tan sólo una serie de tecnologías tendrían sentido ser testeadas aquí: sistemas de transporte inteligente, generación de energías alternativas, smart grids, infraestructuras de telecomunicación, seguridad, etc.
Este ejemplo ilustra bien algunas de las ideas subyacentes que funcionan en la lógica de una smart city en la que se pretende reducir y simplificar la complejidad del funcionamiento urbano a una serie de variables, a unos determinados patrones de comportamiento y a una serie de subsistemas de gestión que representarían a la ciudad en su conjunto. De esta manera, el ciudadano, como ser voluble, imprevisible y desconcertante, representa la molestia que es necesario parametrizar, hasta el punto de que su comportamiento pueda ser sustituido por algoritmos que traten de prever su comportamiento. Igualmente, el supuesto caos consustancial a la vida en comunidad que representa una ciudad quedará sometido a un control en tiempo real, modelizable y determinista que posibilitará someter por fin esa complejidad a una cuestión de decisiones automáticas basadas en datos supuestamente neutrales.
El mito de la neutralidad del dato
Una de las dinámicas que más está contribuyendo a ampliar el horizonte cívico de las tecnologías móviles es el open data. El procesamiento de datos públicos para su reutilización para cualquier uso que de ellos quiera hacer un colectivo a la hora de comprender la información digital existente sobre cualquier materia permite generar nuevas herramientas. Estas herramientas basadas en la disponibilidad de datos abiertos permiten comprender mejor la realidad, observarla de la forma más aproximada a la realidad y, en último término y sobre todo, construir soluciones abiertas aprovechando las tecnologías móviles.
Por supuesto, quienes trabajan más directamente en proyectos relacionados con el open data, tanto desde la gestión pública (luchando, gran parte de las veces, contra muros visibles e invisibles que poco a poco van cayendo por su propio peso) y desde la creación de soluciones y herramientas para su aprovechamiento para diferentes fines colectivos, son perfectamente conscientes de que la extensión de experiencias de open data en diferentes instituciones públicas en todo el mundo no es un buen indicador. Simplemente, refleja una tendencia, pero poco más. Por un lado, es necesario plantearse un aspecto fundamental a la hora de trasladar todo el discurso del big data de esas smart cities de las que tanto se habla a la realidad de la vida urbana, marcada principalmente por la complejidad y la impredecibilidad. Y por otro lado, una salvedad relacionada con el riesgo de convertir todo esto en una gran barrera de entrada para el no experto. Esta idea encaja con la del riesgo del neo-positivismo del dato: como disponemos de información pública accesible y transparente, los datos ya están ahí y son claros, objetivos y sin sesgos. Y, sin embargo, son sólo el material –y bastante avance es poder acceder a él- para intervenir críticamente sobre la realidad.
¿Cómo obtiene el poder público los datos? ¿Y para qué los utiliza? ¿Qué sesgo utiliza para elegir unos temas y no otros a la hora de procesar la información que generan? Estas y otras preguntas siempre han sido parte del terreno del debate y la confrontación política. Pensemos, por ejemplo, en uno de los ámbitos preferidos por los proponentes de las smart cities: la seguridad ciudadana. Además del planteamiento que iguala seguridad en el espacio público con más cámaras de vigilancia, existe toda una problemática en torno a la utilización agregada de las cantidades de datos que hoy podemos manejar sobre criminalidad y extraer a partir de ella patrones de distribución espacial, conclusiones sobre el origen o nivel social de los criminales, etc. Así, no queda otra opción que reconocer que los datos disponibles están sesgados indefectiblemente ya que un gran porcentaje de las crímenes previstos en el código penal no se denuncia, que esta falta de denuncia es mayor precisamente en los lugares con mayor criminalidad o los problemas a la hora de distinguir las estadísticas entre los datos donde el delito se produce o donde se denuncia. Es sólo un ejemplo pero con implicaciones muy profundas a la hora de utilizarlos para tomar decisiones sobre políticas públicas de seguridad.
El mito de la despolitización
Como consecuencia de lo anterior, podemos poner también un poco de cautela ante el riesgo de pensar que el debate político queda anulado ante una pretendida realidad aséptica sin riesgos. Bajo esta lógica, la gestión de la ciudad y de sus servicios asociados quedaría por fin sometida a un sistema de reglas, datos y decisiones objetivas, basadas en los datos, de manera que servirían también para justificar y eludir la responsabilidad de las consecuencias de las decisiones públicas bajo la justificación “no he sido yo, lo dicen los datos”. De nuevo, estamos ante un espejismo acrítico y una mistificación del valor de la estadística (¿qué es el big data sino un nuevo eslabón, con grandes virtualidades, sin duda, de la estadística?) pero también de los mecanismo derivados del control en tiempo real que están asociados a las redes de infraestructuras conectadas.
Tenemos que partir de la base de que estamos ante tecnologías que no son neutras ni independientes del uso que hagamos de ellas, como no puede ser de otra manera. No nacen sin significado social ni son ajenas al mundo ni a los responsables que las diseñan y las aplican. Son, en este sentido, como cualquier otra solución que ofrece promesas demasiado elevadas y, por tanto, caen en el mismo terreno de juego. Un terreno de juego donde las tecnologías y las formas cambian, pero los conflictos siguen siendo los mismos. La ciudad podrá llenarse de sensores y dispositivos fijos y móviles que prometen multiplicar nuestra capacidad de gestionar la información en tiempo real, los flujos de esa información, los "puntos calientes" de la ciudad, cada bit de información precisa para gestionar de manera eficaz los servicios urbanos y el funcionamiento de la ciudad a nivel colectivo, y nos darán también a los individuos la capacidad de entender lo que pasa a nuestro alrededor. ¿Quién establece los mecanismos, protocolos y plataformas, el sistema operativo bajo el cual funciona todo esto? Parece que ciertas aplicaciones pueden ser completamente neutras -el control automatizado y en tiempo real, por ejemplo, de los consumos energéticos- pero, ¿qué límites vamos a poner al uso de esa información?, ¿quién la va a utilizar?, ¿dónde empieza y termina la privacidad?, ¿qué datos realmente importan?, ¿a quién?, ¿merece la pena controlar todos los datos?, ¿quién los seleccionará?, ¿para qué los controlará?
El mito de la suficiencia tecnológica
Dicho todo lo anterior, el elemento subyacente en todas esas promesas es la ficción de la suficiencia tecnológica, una suerte de tecno-optimismo que protagoniza el ambiente alrededor de las smart cities. Todas las soluciones y propuestas sitúan los servicios o productos tecnológicos como la respuesta adecuada a los problemas que enfrentan las administraciones locales: dificultad en la escalabilidad de sus servicios, crecientes costes para los servicios públicos, pérdidas de eficiencia en las redes de infraestructuras, falta de interoperabilidad en los servicios, presión para personalizar los servicios públicos y adecuarlos a la demanda en tiempo real, etc.
Ante esta situación, la tentación de reducir todo a una respuesta tecnológica es evidente, pero exige preguntarnos cuánta tecnología es suficiente, en qué parte del ciclo de gestión de un servicio público es la tecnología el punto crítico o cuál es el nivel adecuado de tecnología que la ciudadanía puede y quiere utilizar en su vida diaria, tanto en su relación con la administración como para sus propias relaciones privadas y sociales.
Quizá el mejor ejemplo para explicar esta cuestión sean las smart grids, la nueva generación de redes inteligentes de gestión de la generación y distribución energética, que se beneficiarán de la aplicación de soluciones digitales para un uso más eficiente de la red y un control más integrado y en tiempo real de las demandas y los flujos energéticos a lo largo de una red distribuida de puntos de consumo y generación. Representa un gran paso poder avanzar hacia un modelo energético más distribuido, que ofrezca posibilidades reales de multiplicar los nodos de producción energética distribuida para acabar con un sistema altamente centralizado que impide el desarrollo de otras fuentes energéticas renovables, que permita una gestión mucho más eficiente acompasando la producción a las diferentes necesidades de los usuarios, que posibilite al usuario controlar mejor su consumo (smart metering) o incluso un desarrollo dentro de la industria energética de nuevas posibilidades de desarrollo tecnológico e industrial más localizado.
Sin embargo, todos estos avances potenciales no serán realidad si el despliegue tecnológico de las nuevas infraestructuras no están acompañado por otros cambios no tecnológicos igual o más críticos aún que la disponibilidad tecnológica: un marco normativo estable y favorecedor de la producción distribuida y el autoconsumo, un marco de incentivos fiscales que favorezca al consumidor más ahorrador y otorgue preferencias a unas determinadas fuentes energéticas o a otras, un sistema de tarifas comprensible para la ciudadanía, etc.
Los ejemplos podrían seguir: el potencial del open data frente a la transformación no puramente tecnológica que implica darle soporte bajo estrategias de open government, el potencial de la automatización del parking en superficie frente al modelo de movilidad que promueva una ciudad, etc. De hecho, podríamos atrevernos a decir que la tecnología es casi irrelevante en el éxito de las smart cities, de la misma manera que en muchas decisiones cotidianas de nuestra vida en la ciudad, las tecnologías asociadas al transporte o a la seguridad son mucho menos decisivas a la hora de acabar cogiendo a tiempo el metro o sentirnos seguros en una plaza que factores como el cuidado de lo común, la atención a las necesidades de las personas que están a nuestro alrededor, etc.
Este texto es la segunda parte del artículo La desilusión de las smart cities. Está sucediendo, pero no en la forma en la que nos lo han contado, publicado en el número 57 de la Revista Papers.
Artículo completo
Para realizar este análisis discursivo utilizaremos algunos de los argumentos principales comunes a gran parte del relato dominante, aunque en realidad se retroalimentan unos y otros y forman parte de una postura cultural sobre el papel de la tecnología en la sociedad.
El mito de la eficiencia operativa
Uno de los argumentos más repetidos en la retórica de las smart cities es de la capacidad de aportar una base tecnológica sobre la que sustentar la operativa de los gobiernos locales en la gestión pública de los diferentes servicios públicos que tienen presencia en la ciudad. Es aquí donde cobran sentido los renders a vista de pájaro que dominan el paisaje de presentaciones en congresos, catálogos comerciales y propuestas estratégicas: la promesa de una interconexión perfecta de todos los servicios, normalmente con la aspiración de contar con un elemento aglutinador que suele tomar el nombre de sistema operativo urbano y la forma de un centro de mandos. En este sentido, el Intelligent Operations Center de Río de Janeiro y desarrollado por IBM se ha convertido en el ejemplo de referencia sobre la aspiración de contar con un sistema centralizado, jerarquizado y automatizado de mando y control de una ciudad inteligente.
A modo de panóptico del siglo XXI, la ciudad se convierte es un gran escenario donde, a través de la gestión del big data generado en el océano de datos que se producen en una ciudad, el gestor público cuenta con información suficiente y relevante para controlar el estado de las diferentes áreas de la ciudad, acompasar el despliegue de los servicios a las necesidades en tiempo real, verificar umbrales, alertas y avisos, etc. Con ello, la gestión de la ciudad tenderá al óptimo de gasto e inversión, ahorrando costes y haciendo más eficiente la gestión urbana.
¿Cuáles son las debilidades de esta lógica? Por un lado, si la plasmación real de una smart city es contar con centro de operaciones, estamos ante una propuesta altamente burocrática y jerarquizada, formalizada finalmente en un cuarto de máquinas desde el que dirigir la actividad institucional y reduciendo el sentido amplio de la inteligencia urbana a una serie de indicadores y pantallas de información cuyo destinatario último es el poder político. Por otro lado, a pesar de apelar a la eficiencia en la prestación de servicios, resulta un proyecto altamente costoso, inasumible para la mayor parte de los municipios que puedan interesarse por lo que les pueda ofrecer la smart city. Y, en último lugar, ofrece una imagen reduccionista de la labor de gestión urbana otorgando a los indicadores –ahora filtrados a través de modelos de gestión del big data y desplegados en tiempo real- una relevancia que arrincona otros factores intangibles y cualitativos que tienen que ver con las decisiones públicas.
Monitorizar, optimizar, planear o maximizar suelen ser verbos presentes en gran parte de las definiciones y relatos sobre la smart city. ¿A eso se reduce el papel de un gobierno local? En realidad, el uso de este tipo de verbos denota una confusión altamente extendida como es el uso del término “city” para referirse exclusivamente al gobierno municipal, una reducción que obviamente implica unas determinadas preocupaciones –como veíamos anteriormente, la priorización de la eficiencia de los servicios públicos- y una determinada concepción de los proyectos de ciudad inteligente, centrados en la esfera institucional.
El mito de la sostenibilidad
El argumento de la sostenibilidad y la preocupación ambiental suele aparecer también como justificación de la apuesta por las ciudades inteligentes, normalmente de manera instrumental y vinculada a la prioridad de la eficiencia de los servicios públicos. En este sentido, podríamos pensar que se está recogiendo el paradigma de la sostenibilidad local –con tanto protagonismo en las dos últimas décadas y últimamente arrinconado por la oleada smart city- pero la transferencia es prácticamente nula. Los conceptos más profundos relacionados con la sostenibilidad –responsabilidad intergeneracional, huella ecológica, ciclo de vida y flujos de materiales, ecología urbana,…- no están presentes en esta apelación a los problemas ambientales y su resolución a través de estrategias o acciones de ciudad inteligente.
En gran parte de los casos, el discurso remite a la necesidad de hacer un uso más eficiente del agua o la energía en la provisión de servicios públicos, desarrollando redes de distribución más eficientes gracias al uso de sistemas de control automático de fugas, a la gestión en tiempo real del consumo eléctrico o a la extensión de sistemas distribuidos (smart grids). De esta manera, de la amplitud de ámbitos y criterios relacionados con la sostenibilidad se están seleccionando exclusivamente aquellos que tienen que ver con infraestructuras sobre las que la ciudadanía tiene un papel pasivo. Con ello, el campo de acción para abordar los problemas ambientales derivados del consumo de recursos que tienen que ver con el lado del consumo no forma parte de las prioridades.
London |
Ante esta visión simplificada de la realidad compleja que representa una ciudad, Usman Haque ha planteado en su artículo Messiness will inevitably arise in spite of smart cities una lectura de la ciudad mucho más realista rescatando la idea de los problemas retorcidos (wicked problem) como elemento consustancial a la complejidad de la vida en la ciudad.
Frente a estas reservas, podemos citar uno de los casos más extremos de simplificación de la realidad urbana y lo que acontecen sus calles, el proyecto de construcción del llamado Center for Innovation, Testing and Evaluation (CITE). Impulsada por el holding Pegasus, que busca un lugar adecuado en el desierto de Nuevo México (EE.UU.) esta “ciudad” ofrecerá un marco de pruebas para una serie de tecnologías que podrán probarse en un marco aséptico sin interferencias de ciudadanos (sustituidos por sensores de los que se espera que repliquen el comportamiento humano en un escenario sin interacción), usuarios, contratiempos o eventos inesperados ya que, a pesar de estar dimensionada para cincuenta mil personas, nadie vivirá en ella. Con un marco de investigación tan acotado, se hace evidente que tan sólo una serie de tecnologías tendrían sentido ser testeadas aquí: sistemas de transporte inteligente, generación de energías alternativas, smart grids, infraestructuras de telecomunicación, seguridad, etc.
Este ejemplo ilustra bien algunas de las ideas subyacentes que funcionan en la lógica de una smart city en la que se pretende reducir y simplificar la complejidad del funcionamiento urbano a una serie de variables, a unos determinados patrones de comportamiento y a una serie de subsistemas de gestión que representarían a la ciudad en su conjunto. De esta manera, el ciudadano, como ser voluble, imprevisible y desconcertante, representa la molestia que es necesario parametrizar, hasta el punto de que su comportamiento pueda ser sustituido por algoritmos que traten de prever su comportamiento. Igualmente, el supuesto caos consustancial a la vida en comunidad que representa una ciudad quedará sometido a un control en tiempo real, modelizable y determinista que posibilitará someter por fin esa complejidad a una cuestión de decisiones automáticas basadas en datos supuestamente neutrales.
El mito de la neutralidad del dato
Una de las dinámicas que más está contribuyendo a ampliar el horizonte cívico de las tecnologías móviles es el open data. El procesamiento de datos públicos para su reutilización para cualquier uso que de ellos quiera hacer un colectivo a la hora de comprender la información digital existente sobre cualquier materia permite generar nuevas herramientas. Estas herramientas basadas en la disponibilidad de datos abiertos permiten comprender mejor la realidad, observarla de la forma más aproximada a la realidad y, en último término y sobre todo, construir soluciones abiertas aprovechando las tecnologías móviles.
Por supuesto, quienes trabajan más directamente en proyectos relacionados con el open data, tanto desde la gestión pública (luchando, gran parte de las veces, contra muros visibles e invisibles que poco a poco van cayendo por su propio peso) y desde la creación de soluciones y herramientas para su aprovechamiento para diferentes fines colectivos, son perfectamente conscientes de que la extensión de experiencias de open data en diferentes instituciones públicas en todo el mundo no es un buen indicador. Simplemente, refleja una tendencia, pero poco más. Por un lado, es necesario plantearse un aspecto fundamental a la hora de trasladar todo el discurso del big data de esas smart cities de las que tanto se habla a la realidad de la vida urbana, marcada principalmente por la complejidad y la impredecibilidad. Y por otro lado, una salvedad relacionada con el riesgo de convertir todo esto en una gran barrera de entrada para el no experto. Esta idea encaja con la del riesgo del neo-positivismo del dato: como disponemos de información pública accesible y transparente, los datos ya están ahí y son claros, objetivos y sin sesgos. Y, sin embargo, son sólo el material –y bastante avance es poder acceder a él- para intervenir críticamente sobre la realidad.
¿Cómo obtiene el poder público los datos? ¿Y para qué los utiliza? ¿Qué sesgo utiliza para elegir unos temas y no otros a la hora de procesar la información que generan? Estas y otras preguntas siempre han sido parte del terreno del debate y la confrontación política. Pensemos, por ejemplo, en uno de los ámbitos preferidos por los proponentes de las smart cities: la seguridad ciudadana. Además del planteamiento que iguala seguridad en el espacio público con más cámaras de vigilancia, existe toda una problemática en torno a la utilización agregada de las cantidades de datos que hoy podemos manejar sobre criminalidad y extraer a partir de ella patrones de distribución espacial, conclusiones sobre el origen o nivel social de los criminales, etc. Así, no queda otra opción que reconocer que los datos disponibles están sesgados indefectiblemente ya que un gran porcentaje de las crímenes previstos en el código penal no se denuncia, que esta falta de denuncia es mayor precisamente en los lugares con mayor criminalidad o los problemas a la hora de distinguir las estadísticas entre los datos donde el delito se produce o donde se denuncia. Es sólo un ejemplo pero con implicaciones muy profundas a la hora de utilizarlos para tomar decisiones sobre políticas públicas de seguridad.
A Mini, Mechanical Metropolis Runs On Real-Time Urban Data, by Stanza |
Como consecuencia de lo anterior, podemos poner también un poco de cautela ante el riesgo de pensar que el debate político queda anulado ante una pretendida realidad aséptica sin riesgos. Bajo esta lógica, la gestión de la ciudad y de sus servicios asociados quedaría por fin sometida a un sistema de reglas, datos y decisiones objetivas, basadas en los datos, de manera que servirían también para justificar y eludir la responsabilidad de las consecuencias de las decisiones públicas bajo la justificación “no he sido yo, lo dicen los datos”. De nuevo, estamos ante un espejismo acrítico y una mistificación del valor de la estadística (¿qué es el big data sino un nuevo eslabón, con grandes virtualidades, sin duda, de la estadística?) pero también de los mecanismo derivados del control en tiempo real que están asociados a las redes de infraestructuras conectadas.
Tenemos que partir de la base de que estamos ante tecnologías que no son neutras ni independientes del uso que hagamos de ellas, como no puede ser de otra manera. No nacen sin significado social ni son ajenas al mundo ni a los responsables que las diseñan y las aplican. Son, en este sentido, como cualquier otra solución que ofrece promesas demasiado elevadas y, por tanto, caen en el mismo terreno de juego. Un terreno de juego donde las tecnologías y las formas cambian, pero los conflictos siguen siendo los mismos. La ciudad podrá llenarse de sensores y dispositivos fijos y móviles que prometen multiplicar nuestra capacidad de gestionar la información en tiempo real, los flujos de esa información, los "puntos calientes" de la ciudad, cada bit de información precisa para gestionar de manera eficaz los servicios urbanos y el funcionamiento de la ciudad a nivel colectivo, y nos darán también a los individuos la capacidad de entender lo que pasa a nuestro alrededor. ¿Quién establece los mecanismos, protocolos y plataformas, el sistema operativo bajo el cual funciona todo esto? Parece que ciertas aplicaciones pueden ser completamente neutras -el control automatizado y en tiempo real, por ejemplo, de los consumos energéticos- pero, ¿qué límites vamos a poner al uso de esa información?, ¿quién la va a utilizar?, ¿dónde empieza y termina la privacidad?, ¿qué datos realmente importan?, ¿a quién?, ¿merece la pena controlar todos los datos?, ¿quién los seleccionará?, ¿para qué los controlará?
El mito de la suficiencia tecnológica
Dicho todo lo anterior, el elemento subyacente en todas esas promesas es la ficción de la suficiencia tecnológica, una suerte de tecno-optimismo que protagoniza el ambiente alrededor de las smart cities. Todas las soluciones y propuestas sitúan los servicios o productos tecnológicos como la respuesta adecuada a los problemas que enfrentan las administraciones locales: dificultad en la escalabilidad de sus servicios, crecientes costes para los servicios públicos, pérdidas de eficiencia en las redes de infraestructuras, falta de interoperabilidad en los servicios, presión para personalizar los servicios públicos y adecuarlos a la demanda en tiempo real, etc.
Ante esta situación, la tentación de reducir todo a una respuesta tecnológica es evidente, pero exige preguntarnos cuánta tecnología es suficiente, en qué parte del ciclo de gestión de un servicio público es la tecnología el punto crítico o cuál es el nivel adecuado de tecnología que la ciudadanía puede y quiere utilizar en su vida diaria, tanto en su relación con la administración como para sus propias relaciones privadas y sociales.
Quizá el mejor ejemplo para explicar esta cuestión sean las smart grids, la nueva generación de redes inteligentes de gestión de la generación y distribución energética, que se beneficiarán de la aplicación de soluciones digitales para un uso más eficiente de la red y un control más integrado y en tiempo real de las demandas y los flujos energéticos a lo largo de una red distribuida de puntos de consumo y generación. Representa un gran paso poder avanzar hacia un modelo energético más distribuido, que ofrezca posibilidades reales de multiplicar los nodos de producción energética distribuida para acabar con un sistema altamente centralizado que impide el desarrollo de otras fuentes energéticas renovables, que permita una gestión mucho más eficiente acompasando la producción a las diferentes necesidades de los usuarios, que posibilite al usuario controlar mejor su consumo (smart metering) o incluso un desarrollo dentro de la industria energética de nuevas posibilidades de desarrollo tecnológico e industrial más localizado.
Smart cities in present tense |
Los ejemplos podrían seguir: el potencial del open data frente a la transformación no puramente tecnológica que implica darle soporte bajo estrategias de open government, el potencial de la automatización del parking en superficie frente al modelo de movilidad que promueva una ciudad, etc. De hecho, podríamos atrevernos a decir que la tecnología es casi irrelevante en el éxito de las smart cities, de la misma manera que en muchas decisiones cotidianas de nuestra vida en la ciudad, las tecnologías asociadas al transporte o a la seguridad son mucho menos decisivas a la hora de acabar cogiendo a tiempo el metro o sentirnos seguros en una plaza que factores como el cuidado de lo común, la atención a las necesidades de las personas que están a nuestro alrededor, etc.
Este texto es la segunda parte del artículo La desilusión de las smart cities. Está sucediendo, pero no en la forma en la que nos lo han contado, publicado en el número 57 de la Revista Papers.
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