Mientras los últimos veinte años hemos utilizado los fondos europeos y el presupuesto público para aumentar de manera desmedida las infraestructuras por carretera (y en segundo lugar, la infraestructura de ferrocarril de alta velocidad), otros países están ahora recogiendo los frutos de su apuesta por otras formas de desarrollo más inteligente. Es el caso de Dinamarca, con el que el autor ilustra el ejemplo, una buena medida de las cosas. Este país decidió hace años dar estabilidad a su sistema educativo y centrar la inversión pública en esto, y hoy es, como se dice ahora, más resiliente a la crisis:
En el año 2009, España no solo invirtió en infraestructuras el triple que Alemania (1,79% del PIB frente a 0,69%), sino que como hemos conocido por boca del propio Ministro de Fomento, esas inversiones se realizaban sin "el análisis de la previsión de la demanda para valorar la viabilidad económica de las obras o el estudio de las necesidades de mantenimiento".
Así que mientras que el Gobierno se gastaba una parte de los 17.200 millones anuales de presupuesto para infraestructuras en lindezas como una doble entrada de alta velocidad a Galicia o Cantabria, España seguía sin una red pública de educación infantil (0-3 años), contaba con una red de escuelas de Primaria que en su mayoría datan de los años sesenta, soportaba un fracaso escolar del 30% en la Educación Secundaria Obligatoria, disponía de una Formación Profesional víctima de un abandono histórico, no contaba con ninguna de sus 77 universidades entre las primeras 150 del mundo y se conformaba con unos servicios de empleo incapaces de gestionar de forma ágil y flexible el reciclaje formativo de los desempleos para orientarlos a nuevos empleos.
Ahora vemos cómo alcaldes reclaman al Estado permanentemente "hágame una circunvalación" y a presidentes autonómicos reclamar su línea de alta velocidad sí o sí. ¿Veremos alguna vez a algún alcalde gritar "quiero más becas para mis jóvenes"? Difícil. Socialmente está instaurada una cultura del hormigón que nos hace pensar que sólo las infraestructuras hard son motor de desarrollo; dirán que es una herencia de penurias pasadas, pero hace tiempo que superamos ese umbral. La teoría económica de desarrollo regional ha demostrado que existe un límite a partir del cuál las infraestructuras por sí mismas dejan de ser un factor determinante del desarrollo económico y el progreso social porque sus beneficios son marginales en comparación con el coste de oportunidad de esa inversión (dejar de hacer inversiones con mayores rendimientos a largo plazo) y los costes económicos de esas infraestructuras (las externalidades negativas tan bien estudiadas por la economía del transporte).
Un informe titulado Análisis socioeconómico del PEIT 2005-2020 da unas cifras de la dimensión de la apuesta que se ha realizado por las infraestructuras y cómo la comparación con Europa refleja este sobredimensionamiento:
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De llevarse a cabo los objetivos previstos en el PEIT, España contaría en 2020 con una red de autopistas y autovías de 15.000 kilómetros, pasando a ser, con 370 kilómetros de vías rápidas por habitante, el primer país de la Unión Europea en este apartado. Otros países como Italia, Francia y Alemania se situarían a más de 200 kilómetros de distancia, y Reino Unido a más de 300.
(...)
Durante décadas los gobiernos estatales han venido defendiendo la teoría que identifica la inversión en infraestructuras de transporte - con los parámetros constructivos más altos posibles - como el principal instrumento de impulso del desarrollo. Esta teoría ha sido asumida por los gobiernos autonómicos y por los empresarios. Hasta el punto que cualquier propuesta de infraestructuras de transporte de parámetros más bajos se identifica con marginación y agravio comparativo. Pero la opinión pública no está de acuerdo con dar a las infraestructuras la máxima prioridad. Entre ocho prioridades valora a ésta como la última en la inversión pública (CIS, 2005). Por otro lado, tal teoría no es respaldada por la evidencia empírica y es contrario a la opinión de la mayoría de economistas (especialmente en la economía del transporte).
El pensamiento de cemento está instalado en el subconsciente colectivo -y las empresas del sector de las infraestructuras instaladas en los círculos de poder e influencia- y mientras no dejemos de pensar que hemos superado el umbral a partir del cual las nuevas infraestructuras sólo generan un beneficio marginal menor al coste que suponen, no avanzaremos socialmente. Hemos construido más autopistas de las que se necesitan y tenemos un enorme desfase en nuestro sistema público de bienestar y de educación. Eso sí, las autopistas son las mejores de Europa.
Visto todo esto, ¿es posible imaginar otros usos para las carreteras y autopistas? Es decir, ¿estarán ahí eternamente o es posible imaginar que un día, quién sabe, puedan reutilizarse para otros usos? Todo es posible. Lo hemos visto con antiguas canteras, con viejas vías férreas urbanas elevadas (el conocido caso del High Line de Nueva York), con aeropuertos (el caso de Tempelhof, en Berlín), y, por qué no, con autopistas. Ya existen algunos ejemplos más o menos finalizados. Parco Solare Sud es un proyecto que busca la recuperación del espacio ocupado por la llamada autopista del Sur, en Calabria (Italia). Más avanzado está el caso del Cheonggyecheon Restoration Project, que ha recuperado (mediante la demolición de la infraestructura elevada y el descubrimiento del cauce fluvial que quedó sepultado bajo la antigua autopista, casi 6 kilómetros que ahora están ocupados por un espacio público en la capital coreana. Son sólo dos ejemplos, pero seguro que se nos ocurren más. Vamos a encontrarlos.....
Cuadro tomado del informe Análisis socioeconómico del PEIT 2005-2020
Foto de Cheonggyecheon Restoration Project tomada de la entrada sobre el proyecto en Wikipedia.
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